Nos perdimos cerca
de las espinas doradas,
donde los últimos
rayos pintaban el cielo
y el azul se
convertía en morado y el rojo
se expandía hasta
ser blanco y casi transparente.
Sin saber todavía
lo que significaba
-el recuerdo del
barro de la orilla del lago
y algo que después
nos dijeron que era humedad-
empezábamos a
cansarnos de nuestros juegos.
La tarde caía y se
enterraba muy profundo
y ella tenía el
pelo lleno de gotas de agua.
Nos perdimos cerca
de las espinas doradas,
pero ella no hacía
más que reírse y reírse
y se tiraba al
suelo y se manchaba la ropa
sí yo decía: ponte
el abrigo, ya refresca.
Y abría la boca al
mismo tiempo que cantaba
un extraño pájaro,
lejos, donde los árboles.
Y cerraba los ojos
y el cielo se apagaba,
y abría la boca y
podía escuchar hasta las nubes,
que parecía que
bajasen hasta nosotros
mostrándonos un camino que no
conocíamos.
Nos perdimos cerca
de las espinas doradas.
Se acercó, me cogió
la mano y nos alejamos,
fíjate, muertos de
risa sin saber por qué,
pero completamente
muertos en cualquier caso.
Y subíamos por
escaleras de algodón
aunque abajo ella
gritaba como un animal,
con los ojos en
blanco, y yo la zarandeaba
para que lo dejase,
porque cuando hacía eso
los días y las
noches transcurrían muy rápido
y en sus ojos veía
algo que me daba miedo.
Nos perdimos cerca
de las espinas doradas,
donde el reflejo de
la luz del sol sobre el agua
se mezcla con el
olor de la tierra mojada
y esperábamos, con
los tobillos enterrados
en la orilla, como
esculturas abandonadas.
Pero alguien se
acercaba con una hoz en la mano,
alguien que
pertenece y no pertenece al lago.
Y ella le esperaba
con miedo y aunque venía
y nunca llegaba, la
emoción se convertía
en eterna cerca de las espinas
doradas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario