Les miraba jugar en el agua y sus
risas y chillidos llegaban hasta él, ocultos entre el ruido de la marea y las
olas, inconstantes como un objeto que el mar acerca hasta la orilla: en pequeñas
oleadas cada vez más débiles, imposible de predecir su trayectoria hasta que al
final, por el peso del propio objeto y la debilidad de la marea, se posa
definitivamente en la arena a esperar que alguien lo recoja o que una ola más
fuerte lo devuelva de nuevo al mar.
Nada más salir
del agua corría para tumbarse en la arena blanca y caliente. Desde allí podía
ver a su madre, de espaldas, entre él y la orilla, tomando el sol mientras leía
un libro con un sombrero de paja. Miraba a toda la gente de su alrededor. Miraba
el espigón y las gaviotas y los barcos que se alejaban y se acercaban por el
horizonte. Las conversaciones llegaban hasta él incomprensibles y fragmentadas.
Escuchaba al hombre que vendía los refrescos y perseguía las gaviotas y a la gente
que montaba en las barcas a pedales y que también se alejaban y luego se
acercaban. Entonces, perdía de vista a su primo Raúl y a su hermano Caco.
Dejaba de escuchar sus voces y se daba cuenta de que se acercaban,
escondiéndose sigilosamente entre la gente, con una sonrisa maliciosa en la boca.
Ricardo se levantaba corriendo y se iba más lejos. Volvía a tumbarse y les
miraba preocupado. Si continuaban acercándose se incorporaba de un salto, para
huir de ellos, llamando a su madre, pero en seguida su hermano y su primo
comenzaban a correr hacia él, conseguían atraparle y le llevaban a la fuerza al
agua. Pero qué te pasa ¿No quieres jugar con nosotros?. Contigo no. Que me
dejes. Que me dejes. Que me dejes.
Grande, fría, polvorienta, con zonas
tenebrosamente oscuras y estancias sorprendentemente luminosas. Mi infancia fue
terriblemente feliz. El día de Navidad íbamos toda la familia a casa de mi
abuela. Nos recuerdo persiguiendo cucarachas por la casa de mi abuela. Salían
en invierno y yo miraba, paralizado, cómo movían las antenas. Pero solamente si
se estaban quietas. En el momento en el
que se acercaban a mí, o empezaban a andar, salía corriendo histérico. Muchas
veces no podía dormir pesado en lo asqueroso que sería pisar una con los pies
descalzos o que se colara en mis zapatos y al ponérmelos, las aplastara
manchándome los pies con sus repugnantes entrañas. Aún hoy me resulta imposible
matar una cucaracha, pero mi abuela las aplastaba sin miramiento. Les daba con
el zapato y luego las recogía con la escoba y las tiraba a la basura. Matar a esos
desagradables bichos era como respirar. Mucho años después, cuando ya éramos
mayores y mi abuela apenas se tenía en pie, el suelo de su casa brillaba como
regado de diamantes rojizos. Eran alas de cucarachas. Mi hermano Caco también
las mataba con decisión y alegría y después me lanzaba el cuerpo del insecto sabiendo el asco y el miedo que me daban. Solo pensar en la idea de que
ese terrible ser infecto me toque, me paraliza. Y en esa casa eran muy comunes.
Su único defecto.
En Navidad la casa siempre se llenaba de
gente. Mientras los mayores hablaban en el salón, los niños la recorríamos como un laberinto. Cuando nos
aburríamos de ver la tele, con el mantel de la mesa sobre nuestras piernas
absorbiendo el calor de la estufa, alborotábamos las habitaciones llenas de
polvo en las que durmieron nuestros padres. Abríamos sin ningún temblor puertas
cerradas desde hacía años, inspeccionábamos armarios que crujían y olían a
viejo, desatascábamos cajones y le
dábamos una nueva vida a objetos inservibles que una vez tuvieron utilidad. Si
os compran esos juguetes me lo tendréis que dar, porque yo soy el que esta
haciendo esa colección, díselo a tu hermano.
Recuerdo como algo divertido mirar desde abajo al cuartito que daba a la azotea
y ver la puerta semicerrada al final de la escalera, invitándonos a imaginar
historias absurdas en la habitación
oscura. A pesar de que nuestros padres nos tenían prohibido acercarnos a esta escalera de
noche, y mucho menos subir, mi hermano Caco decía que había visto a un indio mirándonos
y que al darse cuenta de que le habíamos descubierto se había escondido. El
fantasma de un indio en el cuartito. Suficiente para tenernos toda la noche
pendiente de la puerta, con el pie en el primer escalón, mirándonos como para
darnos fuerzas, esperando que alguno de los dos se decidiera a dar el segundo
paso. Si la puerta se movía o escuchábamos un grito de nuestros padres o de
nuestra abuela, salíamos corriendo, muertos de miedo y gritando. Al llegar al
salón nos daba un ataque de risa. No venís más, decían. Normalmente era mi
primo Raúl que se había chivado.
En el mundo de mi infancia mi abuela no era
un adulto más. De entre todos los mayores, siendo la de más edad, era ella la
única que a veces entendía nuestro lenguaje y jugaba a nuestros juegos. A los
demás, cuando lo intentaban, se les notaba forzados, incapaces, incluso
molestos. Se sentaban todos en el salón a fumar y beber mientras discutían.
Apenas se les escuchaba reír y más de una vez la conversación terminaba en gritos
y peleas. Cuando cualquiera de los pequeños pasábamos por delante de ellos, se
callaban repentinamente, nos llamaban y comenzaban a bromear. A veces sentíamos
que se reían de nosotros. Nos preguntaban cosas que no sabíamos responder y nos
callábamos, tímidos, sin saber qué decir. En esas reuniones de familia nuestros
padres no eran nuestros padres. Se alienaban en el grupo de los adultos, en el
grupo de los que bebían vino y se comportaban de una manera diferente. Sólo
cuando nos despedíamos y regresábamos a casa en el coche, volvían a ser
reconocibles. Padre y madre.
Mi abuela nos prefería a nosotros. Cuando terminábamos
de cenar recogía los platos y limpiaba la cocina. Luego nos buscaba pensando
que estaríamos tramando algo malo. Y si nos veía rebuscando entre las cosas
viejas, nos explicaban qué fueron y quiénes las utilizaron. Esa Navidad ya no
se hablaba ninguno de los dos.
Su padre
alguna vez, cogiéndole de la mano, intentaba llevarlo hacia el fondo, pero él prefería
jugar sólo en la orilla a que le obligaran a meterse donde no hacía pié. Se
agarraba a sus piernas medio temblando y medio riendo y no había manera de que
se soltara. Si le forzaban a continuar adentrándose en el mar, se ponía a
llorar.
Su madre escuchaba:
“voy a bañarme”. Levantaba la cabeza del libro y le veía, de espaldas y a
contraluz, alejándose de ella y acercándose al horizonte. Nada más pisar el
agua se detenía. Su madre le reconocía porque un familiar escalofrío recorría
su columna vertebral. Se le notaba desde lejos que la marea le atemorizaba. Si
el océano se contenía, el niño corría hacía el mar que se escapaba, pero cuando
regresaba con más fuerza, el niño huía de nuevo hacía su madre, a veces, con verdadero
pánico. Si se tropezaba y caía al suelo, las aguas, la fuerte marea que a un
adulto le acaricia las rodillas, a él le arrastraba y le empujaba hasta el
fondo como un ejército de espíritus del infierno agarrándole el alma para
encerrarle en la oscuridad. Desde el fondo, turbio y borroso, veía la luz inalcanzable.
Lo intentaba con todas sus fuerzas, moviendo brazos y piernas, pero pensaba que
moriría. De pronto el mar parecía tranquilizarse y el niño se incorporaba, de
nuevo, escupiendo agua, algo aturdido y mareado. Tras comprobar que no había
pasado nada grave y que todo continuaba como siempre, volvía llorando a buscar
a su madre.
Cuando las
olas no le parecían fuertes y se sentía confiado para llegar a una zona más
profunda del agua, llegaban su primo y su hermano y algo parecido al terror
hacía temblar sus piernas. ¡No me hagáis nada, dejadme en paz!. ¿No recuerdas
lo que hablamos antes?. Te dije que te dejaba usar mis juguetes a cambio de
cinco ahogadillas –su primo siempre llevaba juguetes a la playa- y los has
cogido, si se lo dices a tu madre te tendré que pegar, ha sido un pacto ¿entiendes?.
A pesar de que intentaba defenderse con todo su cuerpo, no tenía bastante
fuerza para hacerles daño. Al final, cuando le soltaban o conseguía escaparse,
salía del agua y se tumbaba en la arena blanca. Estaros quietos, no os voy a
traer más.
Un día, su
hermano llegó más tarde a la playa. Cuando Ricardo se despertó ni Caco ni su
padre estaban en casa. Su madre dijo: vete poniendo el bañador que nos vamos a
ir a la playa. ¿Y Caco? Ha ido a al médico con tu padre. Mientras bajaba las
escaleras, cargado con la toalla y la silla de su madre, buscaba a su primo
desde la altura. Raúl, cuando les vio llegar, dejó de cavar en la arena y fue
corriendo a su encuentro. Mira lo que me han regalado. Le enseñó unas palas de
playa y una pelota rosa envuelta en una bolsa de redecillas. Y mira esto, es
una red para cazar. Ven vamos a jugar. Apenas le dio tiempo de dejar sus cosas
y quitarse la camiseta. Se acercaron a la orilla. El niño cogió una de las
raquetas y esperó a que su primo le lanzara la pelota. Cada vez que intentaba
darle, se caiga en el suelo. Bah, eres muy malo, no se puede jugar contigo. No
sabes. Si estuviera tu hermano, aunque bueno, ya no creo que venga más a la
playa este verano. ¿Qué dices?. ¿No te lo han dicho tus padres? Tu hermano se
va a morir.
A veces
nos quedábamos a dormir en casa de mi abuela. Durante esos días todo iba bien
salvo las pequeñas discusiones que pueden tener los niños libres del control
paterno. Los juegos infantiles provocan una tensión progresiva que estalla en
algún momento si no se sabe cortar a tiempo y cuando estalla, estalla con
fuerza. Al no estar presentes nuestros padres la tensión crecía libre hacía su
trágico final: una pelea entre niños. Podía comenzar con cualquier cosa, un
juguete roto, el vacío legal en el reglamento de un juego, una broma mal
comprendida. Saltaba la chispa y estallaba. Mi hermano y Raúl comenzaban a
pegarse, o todos comenzábamos a pegarnos. Al ser yo el más pequeño siempre
tenía las de perder. Era algo frustrante en cierto modo y de lo que se aprendía
algo para el resto de tu vida. Luego llegaba mi abuela y Raúl gritaba señalando
a mi hermano. Entonces mi abuela centraba su rabia en él. Porque era rabia lo
que a veces veíamos en los adultos. Rabia indiscriminada. Rabia incomprensible
que no atendía a razones ni argumentos, como si en ese momento odiaran habernos
tenido, como si en ese momento tuvieran que revelarse contra la responsabilidad
que supone habernos tenido. Recuerdo una vez que las paredes de la casa
comenzaron a llorar agua. Se agrietaban y salía agua por todas partes. Mi
abuela llamó a mis padres y les dijo que nos recogieran para llevarnos a casa,
que estaba harta de nosotros, que lo único que hacíamos era incordiar. Cuando
llegaron preguntando que qué había pasado, Raúl gritó: Caco ha roto las
tuberías y se está inundando la casa.
Y tú también
vas a morir. ¿Qué dices? Eres idiota. Pero tú hermano, como es mayor que tú,
pues va a morir antes. Tenéis una enfermedad desde que nacisteis y sólo vais a
vivir unos años. Es una pena porque nunca vais a ser mayores. A ver con quién
vengo yo a la playa el año que viene. Eso es mentira. Claro que no, a tu
hermano se lo han llevado hoy al hospital porque ya han comenzado los síntomas.
Pregúntale a tu madre. En ese momento a Ricardo se le llenaron los ojos de
lágrimas, cogió la pala y se la lanzó con fuerza hacía su primo haciéndole
sangre en la espinilla. Raúl fue hacía él y comenzó a pegarle. Durante toda esa
mañana Ricardo no quiso hablar con su primo. Se tumbó en la arena a mirar las
escaleras por donde bajaban todos los días. De pronto sonrió, se levantó de prisa
dando saltos y saludaba moviendo los brazos a las dos personas que bajaban.
Ves. Eres idiota. No estaba en el hospital y mira lo que trae. ¿Qué es eso? ¿Qué
es eso? Es una tabla de surf. ¿Cómo? Una tabla para coger olas. Te tumbas y
dejas que las olas te lleven. Era una tabla barata, de corcho, aunque
suficiente para acaparar la atención de los niños durante el resto del verano. Su
padre dijo: hemos ido al medico y dice que está perfecto. Me han hecho respirar
y soplar todo lo que pueda y me han dicho que tengo los pulmones fuertes, del
tamaño de un adulto. Por eso puedo aguantar bajo el agua mucho más tiempo que
vosotros. Vamos a probar la tabla.
Desde donde
estaba sentada, su madre controlaba a los tres niños que corrían hacia el agua.
El mediano con la tabla colgando del brazo, zambulléndose entre risas y
chillidos. Podía ver, pero no escuchar, a los niños saltando como locos
golpeando la superficie del mar con los puños cerrados. Zeus es el dios del
mar, tenemos que insultarle para que se enfade y haga olas. Zeus, idiota,
imbécil, caraculo, no te tenemos miedo.
Yo le pregunté ¿tu has hecho algo? Y el dijo,
enfadado y triste, yo qué voy a hacer.
Venga déjame
probar. Espérate. Cómo tengo que ponerme. Átate la correa a la muñeca, lo
agarras por la punta y esperas a que venga la ola. Cuando rompa te lanzas y te
dejas llevar. La tabla de corcho se le escapó de las manos y salió disparada
arrastrando a Ricardo. Venga, déjame probar a mi que Ricardo no sabe. Espérate a
que termine mi hermano. Esa mañana la tabla fue la protagonista, aunque casi
todo el día el niño y su primo miraron desde el agua como Caco era el único que
sabía utilizarla. Esto es un royo, Ricardo, vamos a jugar a las palas que es
mejor. ¿A las palas? No, prefiero ver como usa la tabla. Bueno pues vamos a
enterrarte. Noooooo. El niño entró corriendo en el agua acercándose a su
hermano todo lo que podía, por primera vez en su vida, sin miedo a que las olas
le arrastraran. ¿No juegas con tus primos?. No, están ahí con la tabla estúpida
esa, es un aburrimiento, respondió Raúl a su madre.
Esa Navidad ya no se hablaban ninguno de los
dos. Al principio nadie pareció darse cuenta. Realmente no se sabe si uno de
los dos cerró primero la boca o fueron ambos quienes la cerraron al mismo
tiempo, en un momento preciso en el que algo que venía de tan atrás, algo que
nadie conocía o recordaba y seguramente ni siquiera ellos mismos, decidió hacer
acto de presencia, cuando eran todavía demasiado pequeños para comprenderlo o
incluso demasiado pequeños como para
echarse atrás. Cuarenta años después y parecía que no se hubieran hablado
nunca. Esa Navidad, al entrar por la puerta todo parecía igual que siempre. Sólo
pasado un rato, cuando todo empezaba a normalizarse, me di cuenta, de que Caco
y Raúl permanecían en los dos extremos del recibidor, cada uno ocupado en sus
juguetes. No sé si a partir de ese momento se convirtieron en indiferentes o
si, como los planetas, ambos giraban en el recibidor, en el comedor, en la
playa, conscientes el uno de la presencia del otro y conscientes de la presencia
de una fuerza gravitatoria que les impedía acercarse más, como una tensión,
como un ruido cada vez más fuerte que anunciaba peligro o una catástrofe. No
volvieron a pelearse, no volvió a pasar nada más entre ellos desde ese momento.
Caco me dijo: vamos a subir a la azotea.
Raúl me dijo: ven, vamos al despacho del abuelo. Y me cogió del brazo y me llevó con él. El
despacho de nuestro abuelo, al que ninguno conocimos, ahora era una sala de
juegos. Un lugar lleno de polvo, libros y cajones repletos de objetos para
nosotros. Luego le dije que iba a buscar a Caco y salí de esa habitación. Antes,
la casa era un lugar completo y cerrado, un lugar de juego para los tres. En
cualquier momento, en cualquiera de las habitaciones, era el mismo lugar y el
mismo juego, con la única excepción de la sala en la que estaban nuestros
padres, por la que pasábamos despacio y silenciosos, como si fuera peligroso
que nos vieran. Los adultos, en ese estado, siempre tenían algo que decirnos:
que no molestáramos o simplemente que nos quedáramos con ellos un rato.
Entonces, debías dejar cualquier cosa que tuvieras entre manos y quedarte sentado cerca de ellos, pegado a la
estufa, sin poder hablar, escuchándoles discutir sin saber lo que decían. Si se
te ocurría decirles que ibas a hacer otra cosa, subir a la azotea, jugar al
escondite, rebuscar entre los libros, todo parecía malo o peligroso, en cierto modo ilegal. Desde ese año
la casa quedaba dividida en tres zonas:
donde estaba Raúl, donde estaba Caco y la distancia entre ellos.
Comencé a subir las escaleras agarrándome al
pasamano y haciendo grandes esfuerzos para subir cada peldaño. La última vez
que pude ver esta escalera no parecía tan grande. Se calentaba bajo la luz del
sol, como unas ruinas medievales, entre grietas, baldosas rotas y una
vegetación descuidada. Pero ese año, mientras subía, miraba la puerta de madera
vieja y astillada, el cielo y la terraza. Dentro del cuartito estaba mi hermano
haciendo algo. Le recuerdo una vez, en ese mismo lugar, fabricándose una caña
de pescar. Con este palo de escoba le pongo aquí esta anilla y le paso una
cuerda, luego lo ato con cinta aislante y le pongo una aguja al final de la
cuerda. Después, como verdaderos profesionales, lanzábamos la caña de pescar
por el balcón. Como los adultos no nos dejaban poner agujas en nuestro invento,
a veces atábamos algún juguete o algún
zapato como si fuese nuestra pesca. Le dije: dentro de poco hago yo la Comunión. Ya ,
contestó. Te darán muchos regalos, es lo mejor de la Comunión. Pero Raúl
me ha dicho que cuando el cura diga que hable ahora o calle para siempre el
levantará la mano y dirá que estoy en pecado mortal. Me ha dicho que si nos regalan
la nave de los Gi Joe se la tenemos que dar porque él fue quién empezó esa
colección. Pero me ha dicho que si no se la damos nos pegará y no me dejará
hacer la Comunión. Raúl
es idiota, dijo mi hermano. Pero que si no te hablo más no hará falta que se la
demos. ¿Y tu que vas hacer?. No lo sé. ¡Estoy en pecado mortal!.
Es
curioso como algo que hoy día no tendría la menor importancia, en el mundo
infantil se magnifica. Creo que pasé todos esos primeros años, por otra parte,
los más largos de nuestra vida, pensando
que vivía en pecado mortal y que al morir me gratinaría en el infierno. Aunque
sucedió muchos años después, creo que al final recibí el pan consagrado pensando
que en cualquier momento vería desde el altar alzarse el dedo inquisidor de Raúl.
Esa tarde estuvimos arriba jugando solos los
dos durante mucho tiempo. Cuando nos cansamos y decidimos bajar, nos dimos
cuenta de que habían cerrado la puerta desde fuera.¡Estamos encerrados! Mi
hermano dijo:¿Tienes ganas de mear?. Parece como que la sensación de estar confinado
sin un servicio cerca aumenta las ganas. Nos fuimos a una de las esquinas
llenas de moho de la azotea y comenzamos a pintarla de amarrillo amargo.
La tabla se
quedó tumbada al lado de sus padres mientras Caco y el niño corrían hacia el
espigón con un cubo en sus manos. ¡Vamos a buscar cangrejos!. Raúl miró la
tabla indefensa y dijo: ahora voy yo. Entre las rocas y la orilla, al levantar
una piedra, los cangrejos se movían despacio esperando ser arrastrados por el
final de las olas o esperando que las manos gigantes de un niño lo cogieran, lo
levantaran del suelo y se lo acercaran a la cara para mirarlo con curiosidad.
Con un poco de suerte acabarían en el fondo del cubo sin un rasguño, pero, si
los niños lo consideraban oportuno, les arrancarían las pinzas sin el menor
escrúpulo. Ricardo no se atrevía a cogerlos, esperaba que su hermano los fuera
metiendo en el cubo para después asomar la cabeza y ver sus movimientos. Los
pequeños le provocaban cierta inseguridad, podía acercarse a ellos e incluso
cogerlos con mucho cuidado, aunque si notaba las pinzas los lanzaba lejos con
un grito. Los más grandes le causaban pánico y no podía ni mirarlos, al menos,
no en libertad. Cuando uno de ellos surgía entre las rocas, el niño salía
corriendo. Si estaba con su hermano el miedo se disimulaba entre risas, pero si
alguna vez Caco se excedía en sus bromas y le acercaba alguno demasiado cerca,
las risas se convertían en un chillido y en movimientos nerviosos. Pero en el cubo no podían hacerle nada,
incluso se atrevía a tocarles el caparazón. ¡Mamá, mira lo que hemos cogido!
Los vamos a llevar a casa. Anda, soltarlos otra vez donde estaban. Después. Ahora
vamos a hacer un castillo para que vivan allí. Le hacemos un foso y le echamos
agua y luego metemos a los cangrejos en el foso. Caco miró al lado de su madre
y no vio ni su tabla ni a Raúl.
Incansablemente
metían las manos en la arena y como una excavadora iban construyendo una
montaña. A veces echaban la arena con fuerza y a veces la dejaban caer de sus
puños cerrados como unos cocineros sádicos y escatológicos. La obra comenzaba a
tomar forma pero pronto las manos encontraron agua y el foso comenzaba a crecer
y a descontrolarse y la montaña se derrumbaba. La empresa les quedaba grande.
El niño cambió
de planes y pronto se olvidó de los cangrejos. El foso se había convertido en
un agujero en el que cabía perfectamente y además, el agua en su interior no
estaba fría. ¿Donde está la tabla?. El nuevo juego de hacer un agujero para
meterse en su interior no parecía interesar a Caco. Se levantó, miró al lado de
su madre y vio que no había nada. Siguió andando buscando a su primo.
Mientras
cavaba, primero sintió algo que no había sentido nunca pero que siempre había
temido. Esa sensación se mezclaba con un frío intenso. Luego escuchó la risa de
su primo y se vio a los cangrejos encima. Notó sobre su cuerpo la textura fría
de sus caparazones. Los notaba pero no podía quitárselos de encima. En cuestión
de segundos supo que algo no iba bien. Algo en los latidos de su corazón, en la
línea del horizonte que se curvaba, en el temblor incontrolable de su cuerpo.
Antes de que pudiera gritar y decirle a su madre que Raúl le había tirado los
cangrejos encima, su visión se convertía en destellos de luces blancas y luego,
antes de que se desplomara en la arena, presa del pánico, en destellos oscuros
hasta que toda la oscuridad se hizo grande.
Lejos del
desmayado, Caco recorría la orilla mirando a las olas. Llegaba hasta el espigón
y regresaba sin ver en el agua ni a su primo ni la tabla. La encontró en el
otro lado. En el desierto. Suficientemente cerca de una de las papeleras como
para ser basura, considerablemente alejada de ella como para que Ricardo
pudiera decir que no la había tirado. Al verla desprotegida y sin dueño, corrió
hacía la tabla como el héroe de una película al ver a su esposa muerta. Antes
de levantarse y comenzar a andar deprisa, maldiciendo y apretando los puños,
pensó, moviendo los labios mientras las palabras recorrían su cerebro: la ha
roto, la ha roto, la ha roto.
Primero escuchamos gritar a nuestra abuela. Luego a nuestros padres y nuestros tíos. Sentir como
abrían el pestillo para sacarnos fue casi peor que si nunca nos hubieran sacado.
Era imposible explicarles que nos habían dejado encerrados a propósito, que no
habíamos sido nosotros. Pero si para nuestros padres, nuestros mayores, subir a
la azotea suponía un peligro, un peligro indeterminado de una naturaleza
desconocida, presumiblemente por la altura, el peligro había sucedido de otro
modo, y todo lo que había ocurrido apoyaba la teoría de nuestros padres. Con la
razón de su lado, era ya imposible que nos creyeran. Alguien nos encerró, pero
nosotros subimos y ellos nos habían advertido de que algo, cualquier cosa,
podría pasar si lo hacíamos. Yo, al ser el pequeño apenas pagué la culpa de mi
pecado, pero miraba como mi abuela empujaba a mi hermano diciendo: es que no
vienes más y ya veremos si te damos los reyes. Al fondo Raúl se reía diciendo:
se han quedado encerrados, se han quedado encerrados.
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