domingo, 13 de octubre de 2013

Nos perdimos cerca de las espinas doradas



Nos perdimos cerca de las espinas doradas,
donde los últimos rayos pintaban el cielo
y el azul se convertía en morado y el rojo
se expandía hasta ser blanco y casi transparente.
Sin saber todavía lo que significaba
-el recuerdo del barro de la orilla del lago
y algo que después nos dijeron que era humedad-
empezábamos a cansarnos de nuestros juegos.
La tarde caía y se enterraba muy profundo
y ella tenía el pelo lleno de gotas de agua.

Nos perdimos cerca de las espinas doradas,
pero ella no hacía más que reírse y reírse
y se tiraba al suelo y se manchaba la ropa
sí yo decía: ponte el abrigo, ya refresca.
Y abría la boca al mismo tiempo que cantaba
un extraño pájaro, lejos, donde los árboles.
Y cerraba los ojos y el cielo se apagaba,
y abría la boca y podía escuchar hasta las nubes,
que parecía que bajasen hasta nosotros
mostrándonos un camino que no conocíamos.

Nos perdimos cerca de las espinas doradas.
Se acercó, me cogió la mano y nos alejamos,
fíjate, muertos de risa sin saber por qué,
pero completamente muertos en cualquier caso.
Y subíamos por escaleras de algodón
aunque abajo ella gritaba como un animal,
con los ojos en blanco, y yo la zarandeaba
para que lo dejase, porque cuando hacía eso
los días y las noches transcurrían muy rápido
y en sus ojos veía algo que me daba miedo.

Nos perdimos cerca de las espinas doradas,
donde el reflejo de la luz del sol sobre el agua
se mezcla con el olor de la tierra mojada
y esperábamos, con los tobillos enterrados
en la orilla, como esculturas abandonadas.
Pero alguien se acercaba con una hoz en la mano,
alguien que pertenece y no pertenece al lago.
Y ella le esperaba con miedo y aunque venía
y nunca llegaba, la emoción se convertía
en eterna cerca de las espinas doradas.




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