Le pido las llaves del auto a
Claudia y me responde que no. Y yo le digo: vamos a ver, me acaba de llamar su
hijo llorando porque está encerrado en un cuarto de baño, son las cuatro de la
mañana y tengo que ir a buscarlo a la Conchinchina: me dejas las llaves o me
dejas las llaves. No hay más opciones. Es viernes por la noche y usted está medio
borracha. Y ella deja la copa de ron sobre la mesa y acaricia con los dedos el
posavasos. Me mira por encima de sus gafas mientras se recoloca la cinta del camisón y me dice: qué le pasó a mi hijo
¿Otra vez?. Se levanta del sofá hablando sola y desaparece por el pasillo. Luego
vuelve agarrando el bolso. Que lo traiga de vuelta. Que me da dinero para que
tome un taxi y que lo saque de donde está. Deprisa. Y yo de piedra. ¿Es que no
te entra en la cabeza, sucia bruja?. ¿Tan
encerrada estas en ti misma? No te lo quiero decir, pero tengo que recoger a su
hijo de un puti-club en las afueras, porque le ha dado un ataque y está encerrado
en el cuarto de baño con una llorera y me dices que me coja un taxi y encima me
das solo diez euros?. ¿No sabes que son las cuatro de la mañana y que hay que
pagar la nocturnidad? Me tendrías que dar treinta por lo menos y a lo mejor con
eso ni me llega. Pero no, nunca me escucha cuando hablo y mucho menos me va a
dejar las llaves de su BMW, aunque sea para salvarle la vida a su hijo y
sacarle del burdel al que casualmente le habrá llevado su queridísimo amigo
Gonzalo, el mismo que tanta coba le da a usted cada vez que la ve.
Si quieres vivir en una ciudad
grande tienes que conseguirte un coche, me dice. Yo no puedo estar dejándote el
mío todo el tiempo. Vives en mi casa, no trabajas… No sé. A mí no me parece que
seas una mujer madura. Y lo suelta como si nada, porque mi tía y mi madre le
dijeron que yo era bien responsable y que no iba a tener problemas conmigo. Y
en ese momento me entra tanta rabia que me gustaría coger las maletas y volverme
a Urugay y tumbarme en el sofá de mi casa y darle un abrazo fuerte a mi
hermanita. Pero luego pienso en Francisco temblando, encerrado en el cuarto de
baño y con todo el mundo allí, incapaz de entender lo que le pasa. Y le digo a
su madre: mire, Claudia, escúchame, voy a traer a tu hijo a casa, así que me vas
a dejar las llaves de tu auto lo quieras o no. ¿Lo entiendes?. Y ella se niega,
se niega y se niega y por un momento su impasibilidad se derrumba, porque no
entiende por qué le pido el auto tan insistentemente y ella no quiere parecer
mala. Su expresión se pone triste y a mí me llega a dar hasta pena de ver lo
perdida que está. Y ya teclea el número del taxi cuando pienso en cómo le irá
con el cuento a mi tía como ya ha hecho otras veces. Es que siempre me pide el
coche, es que siempre me pide el coche. Suerte que mi tía nos conoce a ella a
mí y sabe perfectamente como es Claudia.
De pequeña escuchaba hablar de la
eterna amiga de mi mamá y de mi tía. Pero no me avisaron cuando les dije que me
venía a España con Francisco. Me decían, riéndose, no sabes lo mandona que es.
Pero es que estoy segura de que ni se imaginan en lo que se ha convertido. Yo
la vi por primera vez en la boda de Ricarda. Incluso la quise un poco por el
amor que la tienen mi mamá y mi tía. Estaba alegre y fumaba y recuerdo que solo
pensé que bebía demasiado, pero luego ni me dio tiempo de hablar con ella. Mi
tía me cogió del brazo y me dijo: quiero que conozcas a alguien. Y me lo puso
delante, con un extraño smoking y el pelo engominado para atrás. Con la piel
tan blanca, agarrado a un vaso y con sus pies buscando un hueco entre la arena,
porque la boda la celebramos en una
playa de Uruguay. Todos muy arreglados y las mujeres subiéndose las faldas de
los vestidos. El dice que en el momento en el que me vio se le iluminaron los
ojos. Eso es lo que dice y yo solo puedo
creerle porque cuando yo le vi, no se parecía en nada a lo que yo me había
imaginado, pero en seguida supe que quería estar con él. Y es raro, porque si
me lo hubieran descrito hubiera dicho: tita, no te tomes la molestia de
presentármelo. Pero como desde chica me habían hablado del hijo de la amiga
Claudia, que nadie sabía lo que le pasaba. Pero yo sí que lo sé ahora que he
vivido con su madre y con su padre. El caso es que él dice que la tía nos
presentó porque nos conoce a los dos y sabía que estamos hechos el uno para el
otro. Aunque la tía solamente ha estado en España unos meses, hace ya como
quince años y no sé. No lo sé. Ya llegó diciendo
que algo pasaba en la casa, aunque no explicaba nada. Que Quique le daba mucha
pena porque veía que se estaba criando solo y sin amigos, pero no decía nada de
la bruja de Claudia. Para mamá y la tía, Claudia sigue siendo la jovencita de
veinte años, responsable y exigente, que se casó con un hombre de negocios y se
convirtió en un recuerdo. Un recuerdo con el que todavía hablan por teléfono,
pero no se abrazan.
Es que ellas solo ven las fotos
felices. Cuando su marido está en casa y hacen como un teatro. Así mi madre y
la tía conocen solo una casa perfecta y una cena de Navidad de postal. Pero no
la ven como la veo yo, borracha y coqueteando con el amigo de Francisco. Tocándole
el hombro y seduciéndolo con la mirada… Pero no se da cuenta de que es ridículo
que una señora tan mayor quiera seducir a un niñato. Es de vergüenza. Tocándole
el hombro y diciéndole que le interesa mucho su opinión sobre no se qué y o no
sé cuanto. Si es un niñato y un putero. No sabe nada de nada. Y si tiene un
buen trabajo es por su padre. Y lo que irá contando por ahí. Es que me pongo a
hablar de ella y enfermo. Si supieran de verdad, venían y se la llevaban de
nuevo al bungaló de la playa donde iban
de vacaciones y le curaban la amargura entre mi madre y la tía. Es que ni se
imaginan. Y de su marido mejor no hablo. Cuando se va, todos respiramos tranquilos
en casa. Ella se pone a fumar en el salón y se sirve una copa. Y Quique y yo
podemos sentarnos en el sofá abrazados y hacer manitas mientras su madre se
queja y se queja de las porquerías que ponen en la tele. Porque cuando él está
en casa, es él quien se sienta en el sofá y nosotros tenemos que poner recta la
espalda y Claudia le sirve una cerveza y un tentempié un rato antes de comer y
luego le hace un café.
Pero tendrías que haber visto la
cara del taxista cuando le digo el nombre del puticlub. Me pregunta que adonde
quiero ir. Miro el reloj y veo que son las cuatro y media de la mañana y le
digo: ¿sabes dónde está el American Dream?, creo que es un local de alterne. Se
queda un poco cortado y me pregunta si eso está en la Zona Este, en el polígono
de San Rafael. Y le digo: exacto. Sabía perfectamente donde estaba aquel lugar.
A lo mejor hasta había sido él mismo quien acercó a Quique y a Gonzalo.
En serio, iba medio dormida y veía
pasar luces de colores por la ventanilla y muros de ladrillo. Aunque el taxi
iba deprisa, me daba la impresión de que no andaba. Escondí la cara en la
bufanda y si fuera por mí, habría seguido infinitas horas sentada en la parte
de atrás del coche, escuchando los ruidos de la emisora de los taxistas y agarrada
al cinturón de seguridad. De vez en cuando buscaba el taxímetro para ver como
aumentaba el precio del viaje. Le pregunté: ¿queda mucho para llegar?. El
taxista me miró desde el espejo retrovisor y me dijo: unos diez minutos, es que
estamos cogiendo todos los semáforos. Y desde ese momento, cada vez que un
semáforo se ponía en rojo golpeaba el volante y maldecía y yo pensaba: si tanto
te molesta que no llegue pronto a un puticlub, me podrías hacer el favor de
apagar el taxímetro. Al rato se atrevió a preguntarme. Buscó mis ojos por el retrovisor
y tartamudeando me dice: señorita, si no es
mucha indiscreción, por qué quiere usted ir a ese local a estas horas.
Le digo: no me pregunte, no me pregunte. Y después de un tiempo le contesto:
pues si lo quieres saber, voy a recoger a mi marido que se ha quedado encerrado
en el cuarto de baño. Yo me reía y el tragaba saliva y al ratito me repite: se
ha quedado encerrado. Y yo, sí, claro, ha entrado en el cuarto de baño y no
puede salir y tengo que ir a sacarlo. Y el taxista que no entendía nada, obvio
que nunca le había pasado nada parecido, no sabía que decir y va y me suelta de
pronto, con la voz como muy bajita: si quieres podemos llamar a los bomberos. Y
yo, no sé, no me imagino a los bomberos entrando en el puticlub, bueno que a lo
mejor ya están dentro algunos, ¿no?. Y el taxista baja la cabeza y mira para
otro lado y me pregunta: cómo dices que
se ha quedado encerrado. Y yo: no te preocupes, no es la primera vez que le
pasa.
Luego paró el taxi en un solar horrible
y me dice: ahí está el American Dream. Y yo lo veía todo negro en la calle y al
fondo unos luminosos de neón que se apagaban y se encendían creando el efecto
de una chica vestida de cowboy que se quitaba y se ponía un sombrero. Me pregunta
el taxista que si voy a estar mucho tiempo. Y yo le digo: no voy a pegarme una
fiesta, a ver si lo entiendes. Y me dice, pues por eso. No sé cuánto tiempo voy
a estar, pero te aseguro que el mínimo posible y me dio una tarjeta con su
número para que lo llamase cuando me regresara.
Nunca había entrado en un sitio
así. Caminé toda la calle hasta el fondo, alejándome de las luces del taxi. Oscurísimo.
Y al fondo, el American Dream con su luminoso que se vería desde el otro lado
del mundo. Aunque curiosamente no alumbraba. En la puerta, los focos si iluminaban
y detrás de un cristal como muy lujoso y elegante, había una señorita muy
guapa, muy delgadita y casi desnuda, que me preguntó muy educadamente que qué
deseaba. Apoye la mano sobre la puerta y le dije: pues vengo a buscar a mi
prometido que creo que lo tenéis encerrado en el cuarto de baño. Puso cara de
sorpresa y dijo: espérese un momento. Cerró la puerta y desde la cristalera la
vi acercarse a un joven lleno de músculos con el cogote rapado y los pelos de
punta y una horrible camisa desabotonada. El hombre abrió la puerta de nuevo y
como con chulería me dice: ¿Usted es la mujer de la persona que se ha encerrado
en el cuarto de baño?. Como intentando ser educado y sutil, pero se le notaba
que ni lo era y ni sabía cuando hay que serlo, ni cómo. Y yo, con una sonrisa
le respondo: obvio. Se lo he explicado a tu compañera. He venido a recogerlo y
a llevarlo a casa. El chico se quedó callado unos segundos y luego arrancó a
hablar: pase por aquí, llévatelo y procura que se quede los fines de semana en
casa. Lo soltó como una bromita, como si quisiera decirme algo más pero sin
atreverse. Como si nos quisiera echar una bronca a mí y a Quique pero sin capacidad moral para
hacerlo. Qué quieres que lo castigue sin salir de casa, tu madre es la que
debería de haberte castigado sin salir a ti o por lo menos no dejarte salir a
la calle sin correa. ¿Eso le dijiste?. No,
claro que no, eso lo pensé y quizás se lo dije con la expresión de mi rostro.
Era muy tarde, tenía sueño y lo único que quería era sacar de ahí a Quique y
que nos fuéramos lo antes posible a casa.
Así que iba detrás del tipo
cruzando la sala de baile y de vez en cuando se me acercaba algún tío asqueroso
con la barriga y el bigote y una copa en la mano. Y yo haciendo un gesto como
diciendo no te vayas a acercar y el asqueroso ahí, bailando sin ninguna gracia,
apretando los puños y moviendo la cabeza. Mira, de verdad, no te me acerques. Y
en el pasillo había un olor muy fuerte a detergente barato y las luces azules y
rojas dejaban paso a una puerta amarillenta
y unas paredes blancas llenas de lamparones y cables sueltos o yo no sé.
Y va el tipo y me dice: ahí lo tienes. Y entro y me veo a tres chicas casi en
cueros hablándole a una puerta cerrada. ¿Estas bien, bonito? Por qué no sales
ya y así podemos estar tranquilas, decían. Y luego miro a una esquina y me veo
a Gonzalo como escondiéndose y le grito y tú no agaches la cabeza. Y él: lo
siento, vinimos a tomarnos sólo una copa. Y yo: claro, una copa. Y él: es que
estaba todo cerrado. Y yo: ya, ya, cerrado. Entonces una de las chicas me dice:
¿tú eres Carolina? Y le digo sí, yo soy la mujer del patoso esté que está encerrado
ahí. Y me suelta que ha preguntado todo el tiempo por mí y que lleva todo el
rato diciendo que si no venía yo a recogerlo no se iba. Que ya podía sacarlo,
que no me enfade con él, que parece buen chico, pero que lo saque pronto porque
el jefe se está enfadando y solo porque ella le había dicho que no lo hiciera no
han roto la puerta de una patada. Y yo pensando: si al final te voy a tener que
dar las gracias.
El musculoso se quedó apoyado
sobre la puerta con los brazos cruzados. Le miré y le dije: ¿le importaría dejarnos
a solas?. Y el tipo muy callado comenzó a moverse y se quitó de en medio. Luego
di tres golpes en la puerta y dije: Quique, soy yo, cómo estas, qué te pasa.
¿Carolina?. Y la chica le dijo: sí, ya ha llegado tu mujer y está muy
preocupada, quiere que salgas ya para llevarte a tu casita. Yo le hice un gesto
con la mano para que se callara y otro gesto con la cara para que supiera que
se lo agradecía, pero que no hacía falta, que incluso podía resultar molesto
para él escuchar tantas voces detrás de la puerta. Casi me lo podía imaginar sentado, con los
pies sobre la taza del váter,
abrazándose las rodillas y escondiendo la cara.
¿Carolina, eres tú?. Quique, sí,
soy yo. He venido a recogerte para llevarte a casa. ¿No te acuerdas de que
mañana vamos a comer con mis compañeros del máster?. Ya es muy tarde, son casi
las cinco y es mejor que nos acostemos. Carolina ¿estás enfadada?. No, Quique.
Yo creo que mañana no voy a poder ir a comer con tus amigos, les puedes decir
que he tenido que ir a una reunión con mi padre. Claro, pero por qué no sales
del baño y ya mañana vemos si te apetece o no. Toqué con la mano el pomo de la
puerta y se puso muy nervioso, dio un golpe fuerte y gritó que no. La chica
abrió los ojos, la boca y las manos asustada. Quique, Quique, Quique,
tranquilo, no voy a entrar si tú no
quieres. No entres. Y yo no lo voy a hacer, pero he venido hasta aquí
porque me habían dicho que me has llamado, que si no venía no ibas a salir del
cuarto de baño, así que he venido. Estoy temblando. Quique, escúchame. Quita el
pestillo, no voy a entrar, pero quita el pestillo ¿vale?. Hazle caso a tu
mujer, dijo la chica y yo escuchaba, desde detrás de la puerta, a Quique
murmurando cosas con la voz baja. Le pregunté a la chica que si había estado
bebiendo mucho. Y me dijo que sí. Que llegaron riéndose él y su amigo y
pidieron una copa en la barra. Me dijo que Quique se bebió un whisky solo y que
no paraba de fumar y parecía muy borracho. Y yo: pero si Quique apenas fuma. Y
ella contándome que se les acercaron unas cuantas chicas para tontear, las
cosas del negocio. Y yo pensando que Quique debía de estar muy, muy borracho porque
casi ni se le puede tocar. Y ella me decía que Quique estaba hablando y pasándoselo
bien y que luego su amigo empezó a intimar con una de las chicas y se fueron
para la habitación. Y yo, claro, no me cuentes más. Y que entonces ella y otras
chicas empezaron a meterle mano y a decirle que si quería ir con alguna arriba,
pero que Quique se puso nervioso y que empezó a decir que no le tocaran. Pero
claro, es el trabajo de las chicas y muchas no entienden, tienen que conseguir
clientes y empezaron a decirle que no se pusiera nervioso, que no fuera tan
cortado. Y él se echaba para atrás y ellas se le acercaban y le tocaban el pantalón
y se agarraban del cuello. Le decían que era un aburrido, que se relajara y dio
un paso en falso y se le cayó la copa al suelo y los cristales hicieron sangrar
los tobillos de las chicas que empezaron a gritar: mira lo que has hecho, mira lo
que has hecho. Es que no entienden, me decía. Pero no tienes que enfadarte con
él. Y yo con la misma sonrisa que tengo ahora diciéndole que no me enfado, si
yo le conozco. Pero que eso sí, le voy a prohibir que salga con Gonzalo.
Así que metí la mano por debajo
de la puerta y al rato sentí su mano fría cogiéndome los dedos y se la apreté.
Nos quedamos cayados no sé cuánto tiempo y luego le dije: Quique abre la puerta
ya, anda. Y escuché como se movía despacio y abría el pestillo. La puerta se
abrió entonces con un crujido y tuve que empujarla con la mano. Y me lo vi ahí,
hecho una piltrafra, despeinado, con la corbata mal puesta y las gafas
dobladas. Un regalo del cielo. Tan pálido y con la luz de neón iluminándole
desde arriba. Me abrazó y me dijo: te quiero, te quiero. Y yo le dije: yo
también te quiero, pero vayámonos para casa.
www.edicionesenhuida.es/producto/isolagnosis/
www.edicionesenhuida.es/producto/isolagnosis/
No hay comentarios:
Publicar un comentario