martes, 22 de octubre de 2013

American Dream



Le pido las llaves del auto a Claudia y me responde que no. Y yo le digo: vamos a ver, me acaba de llamar su hijo llorando porque está encerrado en un cuarto de baño, son las cuatro de la mañana y tengo que ir a buscarlo a la Conchinchina: me dejas las llaves o me dejas las llaves. No hay más opciones. Es viernes por la noche y usted está medio borracha. Y ella deja la copa de ron sobre la mesa y acaricia con los dedos el posavasos. Me mira por encima de sus gafas mientras se recoloca la cinta  del camisón y me dice: qué le pasó a mi hijo ¿Otra vez?. Se levanta del sofá hablando sola y desaparece por el pasillo. Luego vuelve agarrando el bolso. Que lo traiga de vuelta. Que me da dinero para que tome un taxi y que lo saque de donde está. Deprisa. Y yo de piedra. ¿Es que no te entra en  la cabeza, sucia bruja?. ¿Tan encerrada estas en ti misma? No te lo quiero decir, pero tengo que recoger a su hijo de un puti-club en las afueras, porque le ha dado un ataque y está encerrado en el cuarto de baño con una llorera y me dices que me coja un taxi y encima me das solo diez euros?. ¿No sabes que son las cuatro de la mañana y que hay que pagar la nocturnidad? Me tendrías que dar treinta por lo menos y a lo mejor con eso ni me llega. Pero no, nunca me escucha cuando hablo y mucho menos me va a dejar las llaves de su BMW, aunque sea para salvarle la vida a su hijo y sacarle del burdel al que casualmente le habrá llevado su queridísimo amigo Gonzalo, el mismo que tanta coba le da a usted cada vez que la ve.

Si quieres vivir en una ciudad grande tienes que conseguirte un coche, me dice. Yo no puedo estar dejándote el mío todo el tiempo. Vives en mi casa, no trabajas… No sé. A mí no me parece que seas una mujer madura. Y lo suelta como si nada, porque mi tía y mi madre le dijeron que yo era bien responsable y que no iba a tener problemas conmigo. Y en ese momento me entra tanta rabia que me gustaría coger las maletas y volverme a Urugay y tumbarme en el sofá de mi casa y darle un abrazo fuerte a mi hermanita. Pero luego pienso en Francisco temblando, encerrado en el cuarto de baño y con todo el mundo allí, incapaz de entender lo que le pasa. Y le digo a su madre: mire, Claudia, escúchame, voy a traer a tu hijo a casa, así que me vas a dejar las llaves de tu auto lo quieras o no. ¿Lo entiendes?. Y ella se niega, se niega y se niega y por un momento su impasibilidad se derrumba, porque no entiende por qué le pido el auto tan insistentemente y ella no quiere parecer mala. Su expresión se pone triste y a mí me llega a dar hasta pena de ver lo perdida que está. Y ya teclea el número del taxi cuando pienso en cómo le irá con el cuento a mi tía como ya ha hecho otras veces. Es que siempre me pide el coche, es que siempre me pide el coche. Suerte que mi tía nos conoce a ella a mí y sabe perfectamente como es Claudia.

De pequeña escuchaba hablar de la eterna amiga de mi mamá y de mi tía. Pero no me avisaron cuando les dije que me venía a España con Francisco. Me decían, riéndose, no sabes lo mandona que es. Pero es que estoy segura de que ni se imaginan en lo que se ha convertido. Yo la vi por primera vez en la boda de Ricarda. Incluso la quise un poco por el amor que la tienen mi mamá y mi tía. Estaba alegre y fumaba y recuerdo que solo pensé que bebía demasiado, pero luego ni me dio tiempo de hablar con ella. Mi tía me cogió del brazo y me dijo: quiero que conozcas a alguien. Y me lo puso delante, con un extraño smoking y el pelo engominado para atrás. Con la piel tan blanca, agarrado a un vaso y con sus pies buscando un hueco entre la arena, porque la  boda la celebramos en una playa de Uruguay. Todos muy arreglados y las mujeres subiéndose las faldas de los vestidos. El dice que en el momento en el que me vio se le iluminaron los ojos. Eso es  lo que dice y yo solo puedo creerle porque cuando yo le vi, no se parecía en nada a lo que yo me había imaginado, pero en seguida supe que quería estar con él. Y es raro, porque si me lo hubieran descrito hubiera dicho: tita, no te tomes la molestia de presentármelo. Pero como desde chica me habían hablado del hijo de la amiga Claudia, que nadie sabía lo que le pasaba. Pero yo sí que lo sé ahora que he vivido con su madre y con su padre. El caso es que él dice que la tía nos presentó porque nos conoce a los dos y sabía que estamos hechos el uno para el otro. Aunque la tía solamente ha estado en España unos meses, hace ya como quince años y no sé. No lo sé.  Ya llegó diciendo que algo pasaba en la casa, aunque no explicaba nada. Que Quique le daba mucha pena porque veía que se estaba criando solo y sin amigos, pero no decía nada de la bruja de Claudia. Para mamá y la tía, Claudia sigue siendo la jovencita de veinte años, responsable y exigente, que se casó con un hombre de negocios y se convirtió en un recuerdo. Un recuerdo con el que todavía hablan por teléfono, pero no se abrazan.

Es que ellas solo ven las fotos felices. Cuando su marido está en casa y hacen como un teatro. Así mi madre y la tía conocen solo una casa perfecta y una cena de Navidad de postal. Pero no la ven como la veo yo, borracha y coqueteando con el amigo de Francisco. Tocándole el hombro y seduciéndolo con la mirada… Pero no se da cuenta de que es ridículo que una señora tan mayor quiera seducir a un niñato. Es de vergüenza. Tocándole el hombro y diciéndole que le interesa mucho su opinión sobre no se qué y o no sé cuanto. Si es un niñato y un putero. No sabe nada de nada. Y si tiene un buen trabajo es por su padre. Y lo que irá contando por ahí. Es que me pongo a hablar de ella y enfermo. Si supieran de verdad, venían y se la llevaban de nuevo al bungaló de  la playa donde iban de vacaciones y le curaban la amargura entre mi madre y la tía. Es que ni se imaginan. Y de su marido mejor no hablo. Cuando se va, todos respiramos tranquilos en casa. Ella se pone a fumar en el salón y se sirve una copa. Y Quique y yo podemos sentarnos en el sofá abrazados y hacer manitas mientras su madre se queja y se queja de las porquerías que ponen en la tele. Porque cuando él está en casa, es él quien se sienta en el sofá y nosotros tenemos que poner recta la espalda y Claudia le sirve una cerveza y un tentempié un rato antes de comer y luego le hace un café.

Pero tendrías que haber visto la cara del taxista cuando le digo el nombre del puticlub. Me pregunta que adonde quiero ir. Miro el reloj y veo que son las cuatro y media de la mañana y le digo: ¿sabes dónde está el American Dream?, creo que es un local de alterne. Se queda un poco cortado y me pregunta si eso está en la Zona Este, en el polígono de San Rafael. Y le digo: exacto. Sabía perfectamente donde estaba aquel lugar. A lo mejor hasta había sido él mismo quien acercó a Quique y a Gonzalo.

En serio, iba medio dormida y veía pasar luces de colores por la ventanilla y muros de ladrillo. Aunque el taxi iba deprisa, me daba la impresión de que no andaba. Escondí la cara en la bufanda y si fuera por mí, habría seguido infinitas horas sentada en la parte de atrás del coche, escuchando los ruidos de la emisora de los taxistas y agarrada al cinturón de seguridad. De vez en cuando buscaba el taxímetro para ver como aumentaba el precio del viaje. Le pregunté: ¿queda mucho para llegar?. El taxista me miró desde el espejo retrovisor y me dijo: unos diez minutos, es que estamos cogiendo todos los semáforos. Y desde ese momento, cada vez que un semáforo se ponía en rojo golpeaba el volante y maldecía y yo pensaba: si tanto te molesta que no llegue pronto a un puticlub, me podrías hacer el favor de apagar el taxímetro. Al rato se atrevió a preguntarme. Buscó mis ojos por el retrovisor y tartamudeando me dice: señorita, si no es  mucha indiscreción, por qué quiere usted ir a ese local a estas horas. Le digo: no me pregunte, no me pregunte. Y después de un tiempo le contesto: pues si lo quieres saber, voy a recoger a mi marido que se ha quedado encerrado en el cuarto de baño. Yo me reía y el tragaba saliva y al ratito me repite: se ha quedado encerrado. Y yo, sí, claro, ha entrado en el cuarto de baño y no puede salir y tengo que ir a sacarlo. Y el taxista que no entendía nada, obvio que nunca le había pasado nada parecido, no sabía que decir y va y me suelta de pronto, con la voz como muy bajita: si quieres podemos llamar a los bomberos. Y yo, no sé, no me imagino a los bomberos entrando en el puticlub, bueno que a lo mejor ya están dentro algunos, ¿no?. Y el taxista baja la cabeza y mira para otro lado y me pregunta: cómo  dices que se ha quedado encerrado. Y yo: no te preocupes, no es la primera vez que le pasa.

Luego paró el taxi en un solar horrible y me dice: ahí está el American Dream. Y yo lo veía todo negro en la calle y al fondo unos luminosos de neón que se apagaban y se encendían creando el efecto de una chica vestida de cowboy que se quitaba y se ponía un sombrero. Me pregunta el taxista que si voy a estar mucho tiempo. Y yo le digo: no voy a pegarme una fiesta, a ver si lo entiendes. Y me dice, pues por eso. No sé cuánto tiempo voy a estar, pero te aseguro que el mínimo posible y me dio una tarjeta con su número para que lo llamase cuando me regresara. 

Nunca había entrado en un sitio así. Caminé toda la calle hasta el fondo, alejándome de las luces del taxi. Oscurísimo. Y al fondo, el American Dream con su luminoso que se vería desde el otro lado del mundo. Aunque curiosamente no alumbraba. En la puerta, los focos si iluminaban y detrás de un cristal como muy lujoso y elegante, había una señorita muy guapa, muy delgadita y casi desnuda, que me preguntó muy educadamente que qué deseaba. Apoye la mano sobre la puerta y le dije: pues vengo a buscar a mi prometido que creo que lo tenéis encerrado en el cuarto de baño. Puso cara de sorpresa y dijo: espérese un momento. Cerró la puerta y desde la cristalera la vi acercarse a un joven lleno de músculos con el cogote rapado y los pelos de punta y una horrible camisa desabotonada. El hombre abrió la puerta de nuevo y como con chulería me dice: ¿Usted es la mujer de la persona que se ha encerrado en el cuarto de baño?. Como intentando ser educado y sutil, pero se le notaba que ni lo era y ni sabía cuando hay que serlo, ni cómo. Y yo, con una sonrisa le respondo: obvio. Se lo he explicado a tu compañera. He venido a recogerlo y a llevarlo a casa. El chico se quedó callado unos segundos y luego arrancó a hablar: pase por aquí, llévatelo y procura que se quede los fines de semana en casa. Lo soltó como una bromita, como si quisiera decirme algo más pero sin atreverse. Como si nos quisiera echar una bronca  a mí y a Quique pero sin capacidad moral para hacerlo. Qué quieres que lo castigue sin salir de casa, tu madre es la que debería de haberte castigado sin salir a ti o por lo menos no dejarte salir a la calle sin correa. ¿Eso le dijiste?. No, claro que no, eso lo pensé y quizás se lo dije con la expresión de mi rostro. Era muy tarde, tenía sueño y lo único que quería era sacar de ahí a Quique y que nos fuéramos lo antes posible a casa.    

Así que iba detrás del tipo cruzando la sala de baile y de vez en cuando se me acercaba algún tío asqueroso con la barriga y el bigote y una copa en la mano. Y yo haciendo un gesto como diciendo no te vayas a acercar y el asqueroso ahí, bailando sin ninguna gracia, apretando los puños y moviendo la cabeza. Mira, de verdad, no te me acerques. Y en el pasillo había un olor muy fuerte a detergente barato y las luces azules y rojas dejaban paso a una puerta amarillenta  y unas paredes blancas llenas de lamparones y cables sueltos o yo no sé. Y va el tipo y me dice: ahí lo tienes. Y entro y me veo a tres chicas casi en cueros hablándole a una puerta cerrada. ¿Estas bien, bonito? Por qué no sales ya y así podemos estar tranquilas, decían. Y luego miro a una esquina y me veo a Gonzalo como escondiéndose y le grito y tú no agaches la cabeza. Y él: lo siento, vinimos a tomarnos sólo una copa. Y yo: claro, una copa. Y él: es que estaba todo cerrado. Y yo: ya, ya, cerrado. Entonces una de las chicas me dice: ¿tú eres Carolina? Y le digo sí, yo soy la mujer del patoso esté que está encerrado ahí. Y me suelta que ha preguntado todo el tiempo por mí y que lleva todo el rato diciendo que si no venía yo a recogerlo no se iba. Que ya podía sacarlo, que no me enfade con él, que parece buen chico, pero que lo saque pronto porque el jefe se está enfadando y solo porque ella le había dicho que no lo hiciera no han roto la puerta de una patada. Y yo pensando: si al final te voy a tener que dar las gracias.

El musculoso se quedó apoyado sobre la puerta con los brazos cruzados. Le miré y le dije: ¿le importaría dejarnos a solas?. Y el tipo muy callado comenzó a moverse y se quitó de en medio. Luego di tres golpes en la puerta y dije: Quique, soy yo, cómo estas, qué te pasa. ¿Carolina?. Y la chica le dijo: sí, ya ha llegado tu mujer y está muy preocupada, quiere que salgas ya para llevarte a tu casita. Yo le hice un gesto con la mano para que se callara y otro gesto con la cara para que supiera que se lo agradecía, pero que no hacía falta, que incluso podía resultar molesto para él escuchar tantas voces detrás de la puerta.  Casi me lo podía imaginar sentado, con los pies sobre la taza del váter,  abrazándose las rodillas y escondiendo la cara. 

¿Carolina, eres tú?. Quique, sí, soy yo. He venido a recogerte para llevarte a casa. ¿No te acuerdas de que mañana vamos a comer con mis compañeros del máster?. Ya es muy tarde, son casi las cinco y es mejor que nos acostemos. Carolina ¿estás enfadada?. No, Quique. Yo creo que mañana no voy a poder ir a comer con tus amigos, les puedes decir que he tenido que ir a una reunión con mi padre. Claro, pero por qué no sales del baño y ya mañana vemos si te apetece o no. Toqué con la mano el pomo de la puerta y se puso muy nervioso, dio un golpe fuerte y gritó que no. La chica abrió los ojos, la boca y las manos asustada. Quique, Quique, Quique, tranquilo, no voy a entrar si tú no  quieres. No entres. Y yo no lo voy a hacer, pero he venido hasta aquí porque me habían dicho que me has llamado, que si no venía no ibas a salir del cuarto de baño, así que he venido. Estoy temblando. Quique, escúchame. Quita el pestillo, no voy a entrar, pero quita el pestillo ¿vale?. Hazle caso a tu mujer, dijo la chica y yo escuchaba, desde detrás de la puerta, a Quique murmurando cosas con la voz baja. Le pregunté a la chica que si había estado bebiendo mucho. Y me dijo que sí. Que llegaron riéndose él y su amigo y pidieron una copa en la barra. Me dijo que Quique se bebió un whisky solo y que no paraba de fumar y parecía muy borracho. Y yo: pero si Quique apenas fuma. Y ella contándome que se les acercaron unas cuantas chicas para tontear, las cosas del negocio. Y yo pensando que Quique debía de estar muy, muy borracho porque casi ni se le puede tocar. Y ella me decía que Quique estaba hablando y pasándoselo bien y que luego su amigo empezó a intimar con una de las chicas y se fueron para la habitación. Y yo, claro, no me cuentes más. Y que entonces ella y otras chicas empezaron a meterle mano y a decirle que si quería ir con alguna arriba, pero que Quique se puso nervioso y que empezó a decir que no le tocaran. Pero claro, es el trabajo de las chicas y muchas no entienden, tienen que conseguir clientes y empezaron a decirle que no se pusiera nervioso, que no fuera tan cortado. Y él se echaba para atrás y ellas se le acercaban y le tocaban el pantalón y se agarraban del cuello. Le decían que era un aburrido, que se relajara y dio un paso en falso y se le cayó la copa al suelo y los cristales hicieron sangrar los tobillos de las chicas que empezaron a gritar: mira lo que has hecho, mira lo que has hecho. Es que no entienden, me decía. Pero no tienes que enfadarte con él. Y yo con la misma sonrisa que tengo ahora diciéndole que no me enfado, si yo le conozco. Pero que eso sí, le voy a prohibir que salga con Gonzalo.

Así que metí la mano por debajo de la puerta y al rato sentí su mano fría cogiéndome los dedos y se la apreté. Nos quedamos cayados no sé cuánto tiempo y luego le dije: Quique abre la puerta ya, anda. Y escuché como se movía despacio y abría el pestillo. La puerta se abrió entonces con un crujido y tuve que empujarla con la mano. Y me lo vi ahí, hecho una piltrafra, despeinado, con la corbata mal puesta y las gafas dobladas. Un regalo del cielo. Tan pálido y con la luz de neón iluminándole desde arriba. Me abrazó y me dijo: te quiero, te quiero. Y yo le dije: yo también te quiero, pero vayámonos para casa. 


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