domingo, 22 de septiembre de 2013

Adolescencia.



De pronto está recorriendo una avenida de un polígono abandonado. Aún le queda mucho camino por delante, muchas oficinas, muchas naves industriales, muchos locales cerrados y aparcamientos vacíos.  No se ve el final. Un semáforo, otro semáforo, un semáforo más. Las rodillas se resienten. El asfalto se convierte en campo. Se descompone el cemento, pero muy lentamente -es una tarea que requiere décadas-. La vegetación crece exuberante desde debajo de las baldosas rotas. Parece que camina por una zona industrial un día de la semana, a una hora en la que no hay absolutamente nadie, con todo lo que eso significa: esa zona industrial le pertenece y puede hacer en ella lo que quiera. Como si estuviese en su casa, igual que al cerrar la puerta de una habitación de hotel. Piensa en correr desnudo. Podría hacerlo. En esa zona industrial, a esa hora del día, es una persona independiente y libre y todo le pertenece y no le pertenece al mismo tiempo. Las construcciones y el mobiliario urbano están casi en ruinas, pero no importa: el entorno es hermoso como un templo griego y sobre todo, tranquilo y acogedor. Predomina el color azul y el gris y se mezclan de una manera muy agradable con el blanco y el amarillo. No hace demasiado calor ni demasiado frío. La posición del sol con respecto a ese lado de la tierra refleja un eterno tránsito que cuando uno se acostumbra a él, resulta incluso agradable. Quisiera sentarse en el suelo a disfrutar del calor mientras retuerce con sus manos unas hojas secas de vegetación salvaje. Pero no puede hacerlo. Algo le empuja a seguir adelante y la sensación es como la de un videojuego en el que la pantalla va avanzando. Tienes que pasar a la siguiente fase. Tienes que pasar a la siguiente fase. Lo ve desde lejos y empieza preocuparse en serio. Es una figura extraña y amenazadora y todavía no se cree que pueda ser cierto lo que ven sus ojos.

Le cruje la espalda y su cuerpo se relaja. Se levanta de la cama preocupado y mete rápido los pies en las zapatillas. Todavía está oscuro. Entonces recuerda: ha quedado con una compañera de clase para hacer un trabajo de Economía Política. Es cansado tener ocupaciones: preferiría quedarse en la cama como todos los días. Aún está en pijama cuando se da cuenta de qué la cosa es mucho más grave de lo que pensaba: cómo ha podido olvidarlo. Hace años que comenzó a trabajar y no terminó el último curso de la universidad. Si no aprueba las asignaturas que le quedan, ninguno de sus logros significará nada. Está muy preocupado porque no tiene los temarios, la bibliografía, desconoce las fechas de los exámenes. Nada. Está perdido. Será mejor que le pregunte a su compañera a riesgo de parecer un poco pesado y de que piense que es una persona muy dependiente que no sabe valerse por sí misma. Definitivamente, no puede hacer otra cosa. La situación es más embarazosa de lo que parecía a priori, porque la profesora de Economía Política es, para más inri, la jefa de su compañera y él ha trabajado para ella en alguna ocasión y las cosas no fueron bien. Digamos que hubo algunos malentendidos, algunas incomprensiones mutuas. Pequeños roces que aunque se solucionaron permanecen clavados como astillitas que le avergüenzan, porque ella tiene más poder que él para conseguir que prevalezca su versión de los hechos. Así que imaginad qué asunto más delicado se trae entre manos.  

Su amiga vive cerca de casa, así que sale a la calle deprisa. Un dolor agudo y grave en los gemelos le impide avanzar. Hace mucho calor. Tiene la garganta seca. Necesita beber algo rápido porque empieza a sentirse mareado y ya se imagina arrastrándose por la calle, dando tumbos para llegar a su cama. Se está quedando dormido. Se le cierran los ojos y comienza a soñar mientras camina. Necesita dormir. Le duele el cuello y la oreja. Es una situación que conoce bien: es muy importante beber un zumo frio o un refresco o algo dulce, pero no agua. Entre su casa y la casa de su compañera hay un bar. Conoce a los dueños, aunque hace tiempo que no habla con ellos y que dejó de saludarles. No es el mejor bar para esa hora del día. En la puerta se para hablar con algunos conocidos, todos parecen extraordinariamente seguros de sí mismos y bromean entre ellos con un lenguaje cifrado que solamente entienden los que forman parte del grupo. Son inaccesibles, le hacen sentirse mal. Dentro, alguien con pinta de “pardillo” está subido a una tarima y parece que es el centro de atención. Todo el mundo le ríe las bromas. El tipo le escupe un papel que estaba masticando y lo siente como un desprecio porque otra gente que no le conoce se ríe de él. No puede hacer nada porque está mucho más alto y su sonrisa indica que si le recrimina algo se enfadará y comenzará una pelea y quizás le tire un objeto más grande, una piedra o un tornillo, o peor, un vaso de cristal o una botella. No entiende cómo alguien tan poco fiable y con tan mal comportamiento puede ser el centro de atención en este entorno y que todo el mundo le ría las gracias, cuando está visto que no tiene gracia.

Se acerca a la barra. Conoce al camarero  que siempre le ha tratado bien. Está muy ocupado y parece que no le quiera atender, pero se acerca y le pregunta que qué quiere. Una cocacola. El camarero aprieta las cejas, apoya el hombro en la barra y comienza a hablar como un profesional, no como un amigo. Parece que esté probando con él algo que ha aprendido de otras personas. Una impostura, un tono de voz, una manera de decir las cosas como si fuera la verdad y no hubiera nada más que decir. Un tono de voz con el que le convencieron a él y que ahora intenta repetir con gente a la que considera inferior y manipulable. Le explica: mira, tú que eres inteligente seguro que lo sabrás apreciar. Se ríe: no me cameles. No hay ningún camelo aquí. El camarero se pone serio: a ver si me entiendes, no tengo ninguna necesidad de camelarte. La oferta es sencilla: con un euro te llevas una cocacola, pero por dos euros te llevas cuatro. Cuatro cocacolas. Te sale cada cocacola a mitad de precio. ¿Lo has entendido? Te lo vuelvo a repetir porque esto es muy importante: con un euro te llevas una cocacola, pero por dos euros, te llevas cuatro. No hombre, déjame, dame una cocacola. ¿Pero me has escuchado bien? Si… cuatro cocacolas es mucho más de lo que quiero. ¿Pero qué coño importa eso? ¡Cuatro cocacolas, joder, por dos euros! Si no te las llevas es que eres tonto o algo parecido. Empieza a pensar si sería buena idea. ¿Quizás su compañera quiera una cocacola? Seguramente quede bien si lleva unos refrescos para tomar algo mientras trabajan. Con suerte se lo agradecerán y piensen que es una persona atenta y detallista. Aunque tampoco quiere pecar de demasiada iniciativa y fastidiarla. Dice: espérate un segundo, voy a consultarlo. El camarero mira para otro lado como diciendo “yo he hecho todo lo posible, si eres tonto y quieres perder el tiempo consultando algo tan evidente, allá tú, yo no quiero saber nada”. Al salir del bar le vuelven a interrumpir los de la puerta con sus bromas, que no entiende. Pero ahora no puede malgastar su tiempo con ellos. Empieza a sentir que llega tarde. No va a quedarse con esa gente maleducada que solo saben decir tonterías.

Por fin llega a casa de su compañera y la puerta de abajo está abierta. Si quiere podría subir. Aún así, prefiere llamar al telefonillo para no tomarse demasiadas confianzas. Es mejor  hacer las cosas poco a poco. La puerta es estrecha. Para entrar, debe pasar de lado y aguantar la respiración. No es cómodo. Tardan mucho rato en contestar y se ve obligado a llamar otra vez y dejar pulsado el botón durante el tiempo suficiente para resultar molesto. En realidad no quiere hacerlo, no le gustaría parecer impaciente ni ansioso. Escucha como se cierra de golpe una ventana.  Al cabo de un rato, por fin contestan. Está enfadada. ¿Qué estás haciendo? Vengo a preguntarte si quieres que te suba unas cocacolas. Son muy baratas, vamos, una ganga, serías estúpida si dices que no, además te invito yo. La voz de la mujer permanece en silencio durante un rato. Luego se la escucha hablando lento, muy bajito, con cierto tono de tristeza. Le llama por su nombre. Has llegado tarde, dice. ¿Crees que nos va a dar tiempo de hacer todo el trabajo? Yo he hecho mi parte, ¿has hecho tú lo tuyo? No, contesta él, pensaba que lo haríamos ahora. Ya no queda tiempo, dice, y le vuelve a llamar por su nombre. Solo me he retrasado veinte minutos. ¿Veinte minutos? Vuelve a decir su nombre ¿Has mirado bien el reloj? De nuevo su nombre. Es que eres lo peor. No se te puede confiar nada. Qué horror. Siempre lo mismo. Qué horror, de verdad…. ¿Quieres que suba? Empieza a sentirse muy molesto y ofendido. Herido en su orgullo. Piensa en el futuro, en lo que ella dirá sobre él, en cómo manipulará la historia para poner la situación a su favor. Repite de nuevo: ¿Quieres que suba? Y la voz tarda un rato en responder: no, no quiero que subas. ¿No? Pues después no vayas diciendo que yo no he querido hacer el trabajo, no digas eso, porque yo he venido a trabajar y eres tú quien no ha querido, ¿entiendes? Ella pronuncia su nombre con puntos suspensivos al final. Ahora grita demasiado alto, demasiado fuerte, casi con lágrimas en los ojos: ¡ojalá que nunca me hubiera tocado hacer este trabajo contigo! ¡Adiós!

Al pasar por el bar, las hienas de la puerta le dicen desde lejos: ¡Tu problema ha sido hablar! ¡Tu problema ha sido hablar! ¿Nos escuchas? ¡TU-PRO-BLE-MA-HA-SI-DI-DO-HA-BLAR!

Regresa a casa. A su piso de estudiante. Desde fuera ya se ve que está vacío. Algo en las paredes, en la forma en la que las enredaderas se apoyan sobre el ladrillo. Coge el mango de la puerta, mira hacia arriba y ve la pared del edificio y el cielo. No están sus compañeros de piso. Recorre el apartamento y es raro, porque en otras circunstancias se sentiría a gusto estando solo, como si fuera su casa, su propiedad, su independencia. Pero en cambio, algo no va a bien. Se huele la tragedia en el ambiente, se percibe cierta vidriosidad como una niebla que anuncia que algo ha pasado o bien va a pasar. Recoge la cocina y el salón. Recuerda que aún le faltan algunas asignaturas para terminar la carrera y que si no las aprueba, nada de esto seguirá existiendo. Debería ser fácil con todos los conocimientos recopilados a lo largo de su vida y el resumen de sus experiencias vitales, pero resulta que no sabe ni por donde empezar. Estamos en julio y seguramente ya han terminado los exámenes, lo más seguro es que se me hayan pasado las fechas y ya no merece la pena intentarlo. Ni siquiera voy a mirar el horario por si acaso. No puedo examinarme ya y tengo que asumirlo. Lo mejor será esperarme hasta septiembre, pero aunque para entonces hay tiempo, no voy a poder hacerlo solo. Le tendré que pedir ayuda a Leonor. Justo a Leonor, la última persona a quien querría pedirle ayuda. No voy a ser capaz de aprobar. El nivel cada año es más alto. No merezco terminar la carrera y por lo tanto no merezco nada de lo tengo. Todas mis propiedades deberían de empezar a desaparecer. Primero el móvil, luego la ropa, pero dejadme algo de abrigo. Y después, lo mejor será que alguien me diga a donde tengo que ir y qué tengo que hacer. La verdad es que hay muchos asuntos que debería resolver. Tengo que pedirle los apuntes a Leonor y empezar a estudiar de nuevo. No he ido a clase en mucho tiempo. A ver qué cara me pone la profesora cuando me vea. ¿Seguiremos estando en la misma aula?

Entra en el cuarto de baño a lavarse la cara sin encender la luz. Detrás de las cortinas de la ducha aparece un hombre vestido de negro con un pasamontañas sin boquetes para los ojos ni la boca. Lo que sí que lleva es una barra de acero en la mano. Este fantasma permanece inmóvil, pero su presencia es amenazante y terrible. Lo primero que hace es abalanzarse hacía la  terrorífica figura y comienza a golpearle en la cara con furia, para hacerle todo el daño posible y después, le tira al suelo de la bañera. Le quita el pasamontañas y ve que es su compañero de piso, que medio riéndose le dice: no esperaba esta reacción, pensaba que te asustarías. Estaba aterrorizado, creía que eras otra persona.   

¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡No me lo puedo creer! ¡Qué guapa estás, Cristina! No me digas, no me digas. ¡Que estoy como una foca! lo que no sé es lo que haces tú para estar siempre tan perfecta. Estas divina total. Estrella abraza a Cristina de nuevo y grita cogiéndole las manos con sus dos manos, casi sin esfuerzo, como colgándose de ella. ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Estas embarazada! Cristina se acaricia la barriga. Claudia viene de camino si… pero dime ¿qué es de tu vida? no sé nada de ti desde hace tres meses. Me dijo Elena que te fuiste repentinamente a Valencia con el chico este que conociste. Héctor. Sí, Héctor, que a mí nunca me gustó, y me dijo que empezaste a trabajar en esa agencia, pero que luego las cosas no eran como tú creías o como te habían dicho. Estrella baja la cabeza. Fue una mala idea. Me volví loca, Cristina, no sé que me pasó, perdí el norte totalmente, estaba ciega, era como si alguien me manejase. ¿Pero qué ocurrió entonces con ese chico, con Héctor? Pues ahí se quedó en Valencia y por mí, que se quede por mucho tiempo. Es un desgraciado. Si yo se lo dije a Elena: a Estrella le ha entrado un enamoramiento y no ve la realidad y como es una loca... Ahora Cristina abraza maternalmente a Estrella, ponen cara de ardillas las dos y se acercan las mejillas una contra la otra. ¡Pero estás gordísima, Cristina! Cuando me fui ya llevabas dos meses embarazada, ¿cómo no me dijiste nada? Pues quería esperar un tiempo y hacer una fiesta con las chicas y anunciároslo a todas juntas, pero como eres una loca y te fuiste así, sin avisar a nadie… te intenté llamar muchas veces y ni por Internet ni nada… y no te iba a mandar un correo electrónico para decirte algo tan importante como que dentro de unos mesecitos ibas a conocer a Claudia. Estrella sonríe y le acaricia la mano a Cristina. ¿Pero dónde te has metido estos tres meses, loquita? Eso quisiera saber yo, de verdad. Cris, no sé dónde he estado. Me siento super… rara… No termino de comprender esto que me ha pasado. Algo se apoderó de mí. No era yo. Una fuerza invisible me cogía y me lanzaba de un lado a otro sin que pudiera controlarlo. Cristina dobla un poco el cuello como un roedor. ¡Ais, mi cabecita loca! Cristina abraza de nuevo a Estrella y le besa el pelo. Pero ya estás aquí de nuevo, loquita, y desde ahora vas a pensar en ti y a saber lo que más te conviene. Sí, la verdad es que llegué hace dos semanas y me está costando rencontrarme con la gente. Algo dentro de mí ha cambiado, sabes, y cuando veo el modo en el que algunas personas, que se creen que me conocen, me miran,  noto que lo hacen como si yo fuera la misma de antes. A veces me gusta y a veces no. A veces esa mirada antigua me reconforta, como cuando me miras tú, Cristina, pero la mayoría de las veces es como si mirasen a otra que no soy yo. Estrella se queda callada repentinamente y cruza los brazos y en esa misma posición acerca el cuerpo al cenicero y desde arriba, con los brazos cruzados, deja caer la ceniza de su cigarro. A continuación, unos segundos en silencio. Es una locura, Cristina, y si te digo que durante estos meses de tocar el cielo y el infierno en Valencia he estado más cerca de mí que en todos mis veintinueve años. No deberías sentirte mal por nada de esto. Si dices que has cambiado… a lo mejor no has cambiado tanto, a lo mejor eres más tú ahora que antes, no sé qué decirte, mírame a mí: yo también llevo algo dentro que me ha cambiado y me ha enseñado cosas de mi misma que no esperaba. Pero a ti la gente te mira como si fueras una persona diferente o como si te hubiera ocurrido algo demasiado grande. Si, Estrella, es cierto, todos me miran de una manera rara como si me hubiera salido un cuerno en la frente.

Por cierto, sabes, he estado hablando mucho con Carlos estos meses… ¡Carlitos, ese chico! Ese es igual que tú, ¿dónde se esconde también? Le dije que estabas embarazada y se alegró, dijo que tenía ganas de volver y de que saliéramos todos, y que a ver si organizábamos algo. Es tanto lío… Claro, aquí todo el mundo quiere que organicemos cosas pero nadie quiere organizarlas, es más cómodo que lo haga yo. Pero estoy embarazada y no puedo pensar en eso. Bueno, déjale, ya sabes cómo es. El caso es que me escribió por el fXXXXXXX, preguntándome que qué tal todo, así, lo típico, no tenía ni idea de que yo estaba en Valencia, y la verdad, había olvidado lo divertido y lo raro que es. Es extraño, pero me he sentido bien hablando con él estos meses. No le conté nada de lo que estaba pasando, ni de Héctor, ni nada, simplemente conversábamos. Todo el tiempo escribiendo tonterías y hablando de cine raro y de series y de comics, como si la vida fuera eso, o como si todo el mundo tuviera que conocer esas películas. Igual que Fernando, cuando se ponían a hablar los dos…. Me hacía gracia, casi nunca podía seguirle el hilo de la conversación, pero de alguna forma me tranquilizaba. Le he cogido cariño a Carlos estos meses. Vive en su mundo. No me preguntaba casi nada. Tardé como un mes y medio en decirle que estaba en Valencia. Me dijo un día que venía de incognito un fin de semana y que si me apetecía quedar y “tomar algo”, y yo muerta de risa. Le dije: por mi encantada, el problema es que estoy viviendo en Valencia.

¿Y qué está haciendo? Pues nada, busca trabajo. Como todos. Si, como yo también. Qué difícil es. No puede venir porque apenas tiene dinero y dice que sus padres le tratan como si tuviera quince años y que él mismo se siente como si tuviera quince años, pero se le cae el pelo y le salen canas. Risas. Es que el también está medio loco como tú. Pero Cristina, eso no tiene nada que ver… ¿no te parece peligroso que de repente el sistema te impida seguir creciendo? Hemos hecho todo lo que nos pedían. Pero eso da igual, ya sabemos que todo es una mierda, no es ese el problema. Es que, hablamos de algo… que… no sé… es raro. Es que esta situación de paréntesis, en la que parece que los días no son vida, joder que llega uno a acostumbrarse incluso. Casi me da miedo plantarme en una oficina a trabajar, llevamos tanto tiempo así, viviendo el verano de 1999 en el otoño, invierno, primavera, verano de 2012…  Es que vamos dando pasos hacia atrás. Díselo a Fernando, vamos a ser padres y no encuentra trabajo desde hace tres años. Algunos días se desmorona, suerte que yo decidí trabajar con mi padre después de año y medio sin encontrar nada. Pero Cristina, ¿Qué hacemos si nuestros padres no tienen algún sitio donde meternos? Suena un teléfono móvil. Cristina lo coge, dice: Rosa, dónde estás, ven para acá en seguida. Ya estás aquí, no te veo. Nosotras estamos en la terraza del Amador. Hace el gesto de levantarse pero Estrella le coge del brazo y se levanta ella y comienza a saludar teatralmente como una azafata de vuelos haciendo grandes aspavientos con los brazos. Aparece Rosa en escena. Se saludan gritando, se besan, se abrazan y ponen cara de ardillas.

            La almohada es demasiado cómoda y las mantas le reconfortan lo suficiente como para que sea muy difícil salir de la cama. El sol entra por la ventana y se escuchan los ruidos del día que comienza y de la vida que continúa. Pero tiene demasiado sueño. Le duele el cuerpo de estar tanto rato en la misma posición durante toda la noche. Estira las piernas y siente cierto alivio y mucho frio repentino. Le llega como un cosquilleo que en el fondo es placentero, porque enseguida encoge otra vez las piernas y se recoloca las mantas sobre sus hombros, tapándole lo suficiente de la cara como para dejarle respirar con normalidad. Abre los ojos bruscamente, da un brinco y se incorpora. Está en calzoncillos y de repente todo el frio que hace un rato le inmovilizaba, no tiene tanta importancia. Aún así, enciende la estufa y busca unos pantalones. Tiene mucha prisa, porque se ha dado cuenta de que llega tarde a clase. Echa un vistazo por todo el cuarto, se agacha y saca de debajo de la cama unos calcetines. Se pone un pantalón de chándal viejo con el que nunca sale a la calle y se dice: ¿no hubiera sido mejor ponerme directamente el pantalón con el que voy a ir al colegio? Así no perdería tanto tiempo vistiéndome. Pero no importa, me he puesto el chándal para no pasar frio, mientras escojo la ropa que me voy a poner. Inmediatamente se quita el pantalón de chándal y se pone un chino azul que le está algo ancho, coge una camiseta blanca con un dibujo y se dirige al cuarto de baño. A mitad de camino nota que va descalzo y regresa a su habitación a por las zapatillas. Se peina, bebe un poco de leche y sale a la calle. Al bajar las escaleras se da cuenta de que no se ha puesto los zapatos, todavía lleva las zapatillas. Abre la puerta con tanta prisa que le cuesta meter la llave. Aparece la cara de su padre que le pregunta: ¿qué haces? Y él dice: estoy intentando ir a clase, papá, ¿es que no lo ves? Si no me juzgaras antes de que empiece a hacer nada, podrían ir mejor las cosas entre nosotros. Su padre desaparece, pero él sigue recriminándole algunas cuestiones pendientes como una retahíla. Se está poniendo los zapatos, está muy enfadado, habla solo, empieza a sentirse furioso, y cuando ha terminado de atarse los cordones se acerca al espejo del cuarto de baño para ver cómo la queda la ropa y darse los últimos retoques. Esos pantalones no le van demasiado, le hacen un poco ridículo y prefiere ponerse unos vaqueros y una camisa de cuadros. Como siempre. Se quita los pantalones y se le quedan enganchados a los tobillos, le cuesta más de lo habitual porque se ha olvidado quitarse los zapatos primero. Está sentado en la cama  con los pantalones atascados en los tobillos pensando que no sabe qué ropa ponerse y que ya no hay remedio: va a llegar tarde.

El sol es intenso a las diez de la mañana. Sopla una suave brisa. Ya es verano. Los exámenes finales. Sus compañeros de clase se agrupan en un corcho en el que parecen que han puesto unas listas con información vital y relevante. Cuando le ven, le dicen: has llegado tarde. Has llegado tarde. El no hace caso. Solo les pregunta qué asignatura tenemos ahora y le dicen riéndose: ¿no lo sabes? Claro que lo sé, solamente quiero confirmarlo. Supongo que tenemos Filosofía y Literatura. Y sus compañeros empiezan a reírse a carcajadas. No te enteras de nada. Tenemos Lengua y después, Matemáticas. Se queda callado y al rato dice: ya lo sé. Pero en realidad no se acordaba, no se ha traído los libros y no tiene ni idea de por qué tema van. Hace mucho tiempo que no va al colegio. Se da cuenta de que ha perdido el tiempo: debería de haber hecho las cosas bien desde el principio y así no tendría ahora tantos problemas.

Está sentado en el pupitre. Mira para todos los lados y se dice: ¿pero qué hace ahí Leonor? Leonor. Casi tumbada sobre el pupitre con el pecho apoyado sobre sus brazo y la cabeza ladeada. Habla con Yadó que le acaricia el brazo con un bolígrafo. No puede dejar de mirarla. No puede dejar de mirar su brazo. Todo lo que dice la profesora son explicaciones sin sentido en un idioma que no comprende y que poco a poco se va aclarando hasta que por fin escucha su nombre. No una, sino dos, tres, cuatro, cinco veces. La profesora le pregunta algo sobre un ejercicio en concreto, pero no puede dejar de mirar cómo Yadó acaricia el brazo de Leonor.  Le dice: es que no tengo el libro, lo he perdido. La clase entera comienza a reír y él mira directamente a Leonor, que también le mira a él mientras se ríe. No sé para qué vienes, le recrimina la profesora delante de todo el mundo. No te sirve de nada venir a clase ya, para lo que vas a hacer, mejor quédate en la cama. Luego suena el timbre y salen todos corriendo a una barraca que está enfrente del colegio. Tienen que cruzar una gran avenida y van todos en manada, en grupos. Pero él no sabe muy bien a quién unirse y se siente algo incómodo justo antes de que el amigo de Yadó, el gordo, se ponga a su lado y comience a hablar con él. Ven, tenemos que ir deprisa. No nos pueden ver. Yadó está muy enfadado. Ya han terminado los veinte minutos del recreo. La calle está vacía otra vez. Cada vez que da un paso, el colegio parece alejarse y envejecer unos años. El amigo de Yadó le dice: tengo que irme. Nos ha visto. No puedo hacer nada por ti. Luego desaparece. Cuando llega a la puerta del colegio se encuentra a Yadó, quieto como una farola, pero amenazante y terrible. Lejos, sentado en unas escaleras está Chindi llorando.  Entre Chindi y Yadó hay manchas de sangre. A unos metros de Yadó hay un perro muerto. Cuando se da cuenta grita: ¡Serás hijo de puta! Y corren el uno hacía el otro.    

¿Pero entonces has empezado a trabajar en la radio? No exactamente. Me han llamado y me han ofrecido trabajar como colaboradora. Bueno, es lo mismo ¿no? Trabajas en lo que te gusta y te pagan. No. Sí, pero no. Es para trabajar días esporádicos en los que necesiten gente y me llamarían de un día para otro. Es complicado. Con lo que me van a pagar no puedo permitirme dejar el trabajo en el supermercado y allí mi horario es de mañana o tarde, osea, que es difícil compaginar las dos cosas. Pero Rosa, trabajar en la radio es lo que siempre has querido, quizás deberías dejar el supermercado. No. En la radio en cuanto no te necesitan te largan. Pero es una apuesta, Rosa, hay que arriesgarse a veces. No, Estrella, no es tiempo de jugar ni de hacer apuestas. Estrella desvía la mirada. Tienes razón Rosa. Cristina asiente. Yo ya no sé qué hacer. Trabajar en lo que podamos. Era más sencillo antes, ¿verdad? Cuando vivíamos juntas y nuestra única preocupación era aprobar exámenes para que nos siguieran dando la beca. Era mucho más fácil todo cuando los profesores nos decían qué teníamos qué hacer y nos marcaban los objetivos.  Las tres se quedan calladas un rato. Pero qué buenos años vivimos, siempre los recuerdo cómo los mejores de nuestra vida, éramos jóvenes, guapas, teníamos dinero, vivíamos solas, íbamos a todas las fiestas… Cristina y Flor se miran. Cristina se acaricia la barriga. Sí, qué buenos tiempos, pero yo ahora no me cambiaba por nadie. Sí, ni yo.

 Parece que la avenida industrial se acaba. Se nota en que cada vez hay menos edificios y menos naves y almacenes y más llanura urbana y más carretera. Más espacio entre hitos arquitectónicos. Más vegetación salvaje. Pero sobre todo, mucho más asfalto. Sigue avanzando porque no puede hacer otra cosa. Porque le obligan a avanzar, pero su seguridad en sí mismo ha mermado mucho desde que sabe que no está solo. Desde que vio a lo lejos a esa criatura hierática que le espera y con la que va a tener que cruzarse de un momento a otro y que le da pánico. Y mira que el ambiente es agradable pero tanta tensión le congela la sangre. Empieza a andar más despacio. Va vestido como un jugador de futbol americano y le está esperando preparado. Protege la  pelota en el pecho con su brazo. Empieza a correr. Despacio. Después deprisa. Como si tardara en arrancar. El hace lo mismo.   

  Solo le da tiempo de pensar una cosa: si muestro un gramo de inseguridad se agarrará a él y me matará. No hay posibilidad de huir. Tengo que enfrentarme con ese jugador de futbol americano. Aunque es más fuerte que yo y nunca me he pelado en mi vida, tengo que sacar fuerzas de donde no existen. Se lo dice en menos de un segundo. En una imagen que significa todo eso sin necesidad de decirlo, porque la criatura está cada vez más cerca, y más cerca y más cerca y el impacto es inminente y consigue verle los ojos debajo del casco de rugby, encima de sus ojeras pintadas de negro. Su rabia es mucho más grande que la de su contrincante. Cuando chocan, el jugador de futbol americano retrocede y él avanza unos pasos. Está venciendo. Le coge del cuello y le empuja contra una pared: ¡Eres un pedazo de hijo de puta! ¡Un pedazo de cabrón! ¡Qué estás haciendo! ¡Por qué le haces daño a todo el mundo! ¡Cabronazo! ¡Hijo de puta! Y le golpea la cabeza contra la pared.

Antes de caer al suelo, desmayado, la cara de Yadó muestra una expresión terriblemente triste. Ahora le coge por los pies y se lo lleva arrastrando hasta un edificio con una escalera y chimeneas y muchos niveles diferentes y atrezo. La espalda de Yadó se arrastra por el suelo y su cabeza empieza a golpear como un martillo los peldaños de una escalera. Tiene cierta prisa, cierta inquietud por si Yadó se despierta enfurecido y decide pegarle por lo que le ha hecho, porque ahora sabe que Yadó querrá vengarse cuando despierte. Pero una vez en el tejado, dominando ese paisaje industrial, oxidado y solitario, se siente a gusto. Hay una especie de paz cómoda. Sopla una suave brisa. Se encarama a un saliente, a un desnivel, desde donde, con un mínimo esfuerzo, puede subirse a una especie de grúa o de andamio y empieza a jugar como lo hacía en el parque, cuando su madre le llevaba por la tarde y el sol bajaba lo suficiente como para que los edificios de los alrededores ocultaran entre las sombras el parque. Él no jugaba con los demás. Se alejaba, se escondía, escalaba y cuando encontraba un lugar tranquilo, se encaramaba como lo haría una gaviota sobre una farola.

Está en una sala de espera con hileras de asientos rojos, como si fueran butacas, pero no es un teatro: es una sala de espera. Ocurre algo que no recuerda. A veces se abre una puerta y van llamando a la gente. Entonces se levanta una chica. Alguien a quién conoce desde niño, aunque nunca han tenido confianza ni han sido amigos. No es atractiva, es remilgada y muy estricta. Es casi una maniática. Se llama María Luisa. Su masa cerebral está formada por señales de tráfico y flechas inamovibles. No se cuestiona nada y pensaba que todo el mundo era inferior a ella. Se levanta indignada, no con él sino con quién dirige la sala de espera. Parece que se siente mal, que ha sufrido. Antes de marcharse, le mira y le hace un gesto con las manos y con la cara para que entienda. Le está intentando comunicar algo disimuladamente sin que se den cuenta los demás. Algo muy importante y no tiene tiempo de repetirlo dos veces. Dice algo como “recuerda lo de…”, pero con gestos. No consigue entenderla. Al final desaparece y toda esta situación no dura más de unos segundos.  

Le duele la oreja. Alguien golpea la ventana con fuerza. Un golpe seco, pero no puede ser porque vive en un tercero. El silencio es más tenso que el golpe. Si hubiera seguido sonando se habría acostumbrado y no pasaba nada. Pero ha sonado un solo golpe seco y violento. Abre los ojos, pero no puede moverse. Está paralizado y su cara mira hacía la pared. Solamente percibe presencias por toda la habitación y sabe que alguien le está tocando la espalda, pero no siente nada. Está atrapado. Se esfuerza por liberarse y cuando lo consigue, va hacia la ventana muy torpe como un elefante. Al levantar los visillos ve al otro lado del cristal la cara de un hombre con la expresión torcida y los ojos demasiado abiertos. Sus padres entran en la habitación vestidos con el pijama y un albornoz. Le dicen: ¿qué ha pasado, por qué has gritado? Y él rompe a llorar y chilla de rabia: ¡Por qué habéis venido, por qué entráis en mi habitación! ¡Nadie os ha llamado!

Es como una patata gigante, pero al tocarlo es blando y agradable. Solo con verlo sabe uno que es un trozo de bondad simple y sencilla. Parece una criatura indefensa y débil. Da pena verlo sonreír porque que uno se da cuenta de que nunca podrá valerse por sí mismo, pero a la vez inspira todo el amor del mundo. Huele muy bien. Se le abraza al cuello y sus movimientos son dulces y lentos, como deben ser los abrazos de un koala. La criatura informe se queda dormida, y se despierta lentamente al menor descuido, una y otra vez. La tiene cogida en peso y la aúpa con los brazos hacia arriba, y lo baja y se ríe y acerca su nariz a su piel y le da un beso de esquimal y lo sube de nuevo y lo baja otra vez. Es una escena irreal y excesiva. Aquel ser vivo del color de la lava ardiendo y de textura como de una yema de huevo azucarada, se le acerca al rostro y le besa la mejilla con un eterno escalofrío.

Es verano. Desde la terraza, con la cortina abierta, se adivina el mar. El reflejo del sol sobre el horizonte es tan intenso que ciega y apenas se percibe lo que hay a su alrededor. Aunque está lejos, la playa, la arena, el verano es tan intenso que desde su habitación se escucha el zumbido de las olas, las conversaciones y las risas de los juegos de los bañistas. Los gemidos de las gaviotas, como alejándose, como señalando algo que se está perdiendo. Entonces, se escucha el ruido de unas llaves desde detrás de una puerta. Unos momentos de silencio y expectación. Una tensión demasiado grave para ser cierta. Él y la masa informe anaranjada miran preocupados la puerta, que de repente parece que se ha quedado muda. Después de un crujido, se abre con energía. ¡Mira, ahí está mami! ¡Dile hola a mami!. ¡Mami, mami!. ¡Mira a mami! ¡Dile hola!. ¡Mami, mami! Parece muy feliz señalando a la mujer que acaba de entrar en casa y que se ha quedado paralizada como una estatua. Lleva unas botas de cuero marrones, muy elegantes. Lleva un pantalón de cuadros ajustado, muy elegante. Un collar de perlas. Lleva una camisa blanca remangada y abierta por el escote que le sienta especialmente bien. Es muy guapa. Es muy atractiva. Es hermosa y diligente. Lleva el pelo largo y corto y suelto y recogido al mismo tiempo. Es la ambigüedad hecha peinado. Es castaña y su piel está muy bronceada. Sus mejillas son carnosas y blanditas y dan ganas de tocarlas y besarlas. Pero no sonríe, porque al mirarla a la cara uno descubre que no tiene rostro. Solo carne redonda y gozosa. Permanece quieta. Totalmente quieta viendo como el padre de su hijo, de la criatura informe pero dulce como un mazapán, mantiene en sus brazos un precioso y gordo bebé y sonríe, sonríe, sonríe como un autentico inconsciente. 



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